SI ME TOCAS EN EL METRO TE CORTO LOS GÜEVOS¡











libres y salvajes

martes, 9 de agosto de 2011

40 WATSS


La antigua voz de aquella mujer resonó por un instante en el salón vacío y sólo estaba yo para escucharla. Palabras como rocas labradas por el agua hacían temblar mi corazón bajo la triste luz de un foco de 40 watts.

Su mirada más bien hurgaba en el interior de la memoria infantil; yo podía verla sentada en el piso de tierra limpiando frijoles  junto a una lumbre de leña, sus pies descalzos con la orilla de la faldita manchada de lodo. La sombra de su padre oscurecía la mitad de su rostro. Ella no lo miraba, ni él a ella. Ella no iría a la escuela, no hacía falta, era mujer y además muy pobre. Y tampoco hacía falta que nadie se lo dijera.

En silencio había transcurrido el tiempo, habían transcurrido los días, uno tras otro, sin interrupciones.  Nunca había gritado en su vida. Apenas quebraba el aire con algunos susurros en náhuatl. No conocía el español y no hablaba con mucha gente, no había muchos con quien conversar de todos modos. Sin embargo el español fue conquistándolo todo poco a poco, y tuvo que aprenderlo.

Su boda fue en español, también el registro de su primer hijo, la primera vez que oyó la radio escucho a un hombre decir algo sobre “las elecciones en el estado de Puebla”. Ya nadie quería aprender náhuatl, ni siquiera sus hijos lo hicieron, de modo que ella sólo podía hablarlo consigo misma. La lengua antigua resistía agazapada en el vientre de los viejos. Tuvo diez hijos, como los pétalos de una siempreviva. Diferentes como los dedos de una mano. Uno a uno nacieron y de la misma forma se fueron yendo, cada quien por su camino. Su esposo nunca se fue. Juntos, volvieron a quedarse solos. Pero no era la soledad del que no tiene nada, para ella era la soledad del que lo ha vuelto a perder todo. Todos estaban solos en aquel pueblo, tan solos como los que se habían ido a la Gran Ciudad.

En medio del silencio, un día había sentido ganas de gritar. También de decir no.

Había escuchado decir a unas señoras en la parroquia que unas gentes estaban enseñando a leer y a escribir el español. Sintió una cosquilla infantil; tal vez no era tarde para ir a la escuela. Unos días después, luego de darle de comer a su esposo, tomó su sombrilla nueva y una lámpara verde y bajó por el camino de tierra hasta el valle. Las gentes que, según sabía habían venido de la Gran Ciudad, se hospedaban en la escuela primaria. Se detuvo por un momento a mirar la escuela que estaba junto al río, y siguió. Entró por una puerta de reja metálica; ella no pensó en eso, pero era la primera vez que estaba en aquel lugar. Un joven que estaba sentado lavando unos platos de plástico se acercó a ella y le dijo:

-Buenas tardes.

Ella escuchó y dijo:

-Buenas tardes.
-¿Viene a las clases, señora?
-Sí.
-Entonces vamos al salón.

Ella se sentó en una banca que parecía nueva y el joven en otra, frente a ella. Él le dijo su nombre y ella también. Estaba lista para escuchar lo que él le iba a enseñar, atenta para no perderse ni una palabra, pero en vez de eso él sólo quería platicar con ella. Ella había venido a que le dijeran cómo se hacían las letras y en vez de eso el joven le hacía preguntas y escuchaba sus respuestas. No entendía lo que pasaba pero tenía miedo de preguntar cuándo iniciaría la clase. Sin embargo, el miedo iba desapareciendo y ella se iba dando cuenta de que el joven, “el Maestro”, no era tan distinto a ella y también de que él realmente escuchaba con mucha atención lo que ella le contaba. No olvidaría aquella tarde.

Esa semana no volvió a la primaria, había tenido que ir a trabajar, junto con su esposo, en el campo, pero no dejaba de pensar en los ojos del joven.

El lunes por la tarde llegó a la escuela, se sentía igual que la primera vez, pero ahora ya no tenía miedo. Se sentó junto al “maestro” y abrió la libreta que se había comprado de camino. De nuevo él comenzó a platicar con ella, sólo a platicar. De pronto, él tomo un lápiz y dibujó unos signos en el papel: E D U C A C I O N. Ella no sabía lo que significaba aquello. Él dijo:

-Aquí dice educación. E-du-ca-ción, señalando cada cachito con la goma del lápiz. De eso hemos estado hablando, de educación y así se escribe educación. ¿Para qué cree usted que es la educación?
-Para poder escribir y leer, para poder entender los papeles, para que no la engañen a uno, pues.
-Exactamente, saber leer y escribir nos sirve para que no hablen por nosotros, para decir nuestra propia palabra.

A ella jamás se le hubiera ocurrido que ella tuviera su “propia palabra”.

-Yo no fui a la escuela, porque era mujer y éramos muy pobres. Mi padre se iba descalzo a trabajar hasta Veracruz. Mis hermanos sí fueron, pero yo no.
-Pues usted sigue siendo mujer pero ahora está aquí en un salón de clases.
-Es que tal vez yo no puedo aprender ya.
-No diga eso, yo creo que sí puede. Sin saberlo usted sabe muchas cosas, cosas que yo no sé. Es más hasta usted podría enseñarme a mí.
-Yo no sé qué podría enseñarle si yo no sé nada.
-¿Usted habla náhuatl también, verdad?
-Sí.
-¿Me podría usted enseñar náhuatl?
-Yo no le puedo enseñar. Ya nadie quiere hablarlo.
-¿Cómo se dice mujer?
-Cíhuatl.
-Ya me enseño algo usted, ¿no? Cíhuatl es mujer.
-Sí.
-Hay una cosa que dijo un maestro una vez: “Nadie lo sabe todo y todos sabemos algo, por eso siempre aprendemos” Entonces yo creo que si usted sabe algo y yo otro tanto juntos podemos aprender y saber más, ¿no cree?
-Puede ser.
-¿No?
-Sí… Y usted para que quiere saber mexicano?
-Pues para platicar con usted.

La tercera vez que llegó a la escuela no sentía miedo y además, ya no se sentía tan sola.

Cada tarde tomaba su sombrilla y su lámpara verde y bajaba por el camino hasta el valle.

Entre voces había transcurrido el tiempo, habían transcurrido los días, uno tras otro, sin interrupciones.  Ahora ya sabía cómo sonaba la “p”, cómo sonaba la “l”, la “t”, las cinco vocales, incluyendo la “u” cerrada. Había aprendido a escribir el nombre de su esposo y de sus hijos. Además le gustaba mucho hablar con el joven.

Pasó un mes completo. Era tiempo de que las gentes de la ciudad se fueran. El último día hubo una pequeña fiesta a la que todos fueron invitados. El salón que estaba hueco se relleno de niñas y niños que gritaban, de varias señoras de la comunidad y de los “maestros”. Ella había llevado un atole de maíz con chocolate, que estaba caliente aún después del camino.

Los jóvenes se marcharon y ella se sintió triste, como si hubiera sido un hijo suyo el que se iba. Pero esta vez no se sintió sola, esta vez no. Se fue a casa. Llegó, no había nadie. Bajo la cálida luz de un foco, de 40 watts, abrió el libro que el “maestro” le había entregado al final de la fiesta y escribió en la primera página:

“María Aurelia Edicta Castillo Fuentes”

Al ver ahí eso escrito, un sentimiento nuevo le revolvió el estómago. Entonces salió y, sin pensarlo, lanzó un grito que, por un momento, iluminó la espesa oscuridad de la sierra.
                  

L.B









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